No nos dimos cuenta

No advertimos a tiempo que Wayne Rooney podía llegar a ser el goleador histórico del Manchester United. Cuando lo hicimos, ya se encontraba demasiado cerca del récord. Es que él siempre se destacó más por su labor colectiva que por su brillo individual; nos quedó mejor grabada la imagen del sacrificio y la colaboración, que la del finalizador de jugadas. 
Foto: José Cuadrado

El motivo se llamaba Cristiano Ronaldo, que brillaba, hacía goles espectaculares, era figura y negociaba un traspaso exorbitante a Real Madrid. Rooney no terminaba de destacarse, en parte, porque reconocía, al igual que Carlos Tévez, que el luso era mejor que él. Claro que aportaba goles, era titular y el equipo sentía si estaba ausente, pero su rol no era protagónico. Por naturaleza, era un jugador de equipo y se dedicó más a hacerlo funcionar, a poner a Cristiano de cara al arco, en vez de buscar el beneficio propio. 
Foto: Getty Images

Fue en la temporada 2009/2010 cuando lo vimos relucir, porque ya no estaba quien le hacía sombra. Ferguson lo eligió a él, como antes lo había hecho con el portugués, quien ya estaba en España, para que fuera el futbolista sobresaliente. Decidió no fichar un reemplazo, sino que apuntó a que Antonio Valencia y Michael Owen sean posibles complementos para un Rooney mucho más completo, que sería la principal arma de ataque. Y no defraudó: fueron 34 goles en 44 partidos, y en un nivel impresionante. Sin embargo, siempre había algo que opacaba el balance final de su año futbolístico. Esta vez, fueron las lesiones y la eliminación en Champions League, en Old Trafford y contra el Bayern Múnich de Louis van Gaal. Ferguson había perdido a su carta ganadora, y así también se le escapó la Premier League contra el Chelsea de Carlo Ancelotti. No tuvo revancha en el Mundial de Sudáfrica, al que llegó como una de las máximas figuras: decepcionó y deambuló en la intrascendencia.

Rooney estaba frustrado, no terminaba de pasar a la historia y, nuevamente, el entrenador escocés tenía nuevos planes para él. Dimitar Berbatov –goleador de la Premier en la 2010/2011– y Javier Hernández –el chico nuevo que convertía en los Fergie Time– habían desplazado al diez unos metros más atrás en la cancha. Ninguno de ellos era Cristiano Ronaldo, está claro, y, tal vez por eso, sintió que tenía que hacer algo. Tomó una decisión que, sin ese contexto, no se entendería: abandonar el Manchester United. No hubo necesidad de divorciarse. Ferguson y Rooney recompusieron la relación con el tiempo, ganaron la Premier y llegaron a la final de la Champions contra el Barcelona, pero el mundo del fútbol posaba los ojos sobre España y el equipo de Guardiola, mientras que Wazza aportaba un gol en la final de Wembley que no alcanzaría para alzarse con el título. 

Al año siguiente, volvió al primer plano. Nuevamente, fue la principal opción en el ataque y contribuyó con 34 goles en 43 fechas, una temporada casi idéntica a la 2009/2010, pero no serían los goles de “Roo” los que le darían el título al United. De hecho, el equipo no pudo coronarse. Perdió la liga en el último minuto (por diferencia de gol) con aquel tanto de Sergio Agüero. Tampoco se destacaron en Champions, a tal punto que cayeron en Europa League. Rooney estaba en sintonía, y el contexto no lo acompañó. 
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En la última temporada de Sir Alex, nuevamente, fue opacado. Llegó Robin van Persie y fue clave en la obtención del vigésimo título de liga. Rooney se juntó y formó una buena sociedad con el holandés, pero no lo vimos como la figura. Fue suplente contra el Madrid de Mourinho en octavos de final de Champions League, se sacrificó más de lo que anotó y fue reconvertido en mediocampista. Ferguson no lo cuidó, y Wayne puso en duda la renovación de su contrato. 

El escocés se retiró, nos dejó huérfanos. Llegó David Moyes, criticado hasta por su mirada, pero que tuvo un gran acierto que Louis van Gaal profundizó: devolverle el rol protagónico de la delantera a Rooney. Hizo que se sintiera importante y logró convencerlo de que su futuro debía estar ligado al club. Y el holandés acentuó ese papel: le dio la cinta de capitán, más poder en el vestuario y privilegios a la hora de ser elegido en el once titular. Pero en la carrera de Wayne siempre hay un pero. Le tocó atravesar un período de transición y renovación en el que se marcharon muchísimos futbolistas y arribaron otros tantos, y él fue uno de los pocos históricos que aún se mantiene. Al club le costó encontrar un rumbo futbolístico y los éxitos deportivos parecen demorarse más tiempo. 
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Pudo levantar dos trofeos de menor valía, los primeros como capitán, en tres meses y en Wembley, aunque no tuvo un rol protagónico en las finales de la Community Shield y la FA Cup (éste último, el único título que le faltaba conseguir con el club). La temporada 2016/2017 parece que tampoco lo tendrá en un papel principal: Manchester United incorporó tres figuras mediáticas que ilusionan a los hinchas: Zlatan Ibrahimovic —de un comienzo brillante, a puro gol—, Paul Pogba —el fichaje más caro de la historia del fútbol—, y José Mourinho —quien prometió adelantar en el campo al capitán para acercarlo al arco rival— son la principal cara del club para luchar por conseguir trofeos. Mientras, Rooney luchó por superar abucheos y críticas, incluso extrafutbolísticas, y volvió para decir que él también es parte. Porque Rooney siempre vuelve. Y clavó un golazo de tiro libre en la cancha de Stoke, al ángulo, cuando se moría el partido, para hacer historia.

La carrera de un futbolista pasa demasiado rápido. Los logros grupales e individuales se disfrutan poco porque un club grande demanda ir por más. A veces, el resultado se valora más que cómo se consiguió y eso fue lo que pasó con el capitán. No lo pudimos disfrutar a pleno. No dimensionamos lo que podía llegar a lograr. Wayne Rooney se convirtió en el máximo goleador de la historia del Manchester United y no nos dimos cuenta.


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About Alan Jacoby

Periodista integral y deportivo. Argentino

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